Al amanecer, el recinto de los elefantes parecía una obra en construcción afectada por una tormenta. Enormes troncos, rocas y ramas arrancadas se amontonaban formando una barricada contra la esquina más alejada, tan alta que los cuidadores no podían ver por encima. Detrás del muro, la manada temblaba custodiando algo que nadie entendía.
Los visitantes fueron evacuados incluso antes de que se abrieran las puertas. Los rinocerontes paseaban por sus corrales, los flamencos se agrupaban inquietos y las jirafas se negaban a entrar o salir, como si todas las especies pudieran sentir la tensión que irradiaban los elefantes. Cada pocos minutos, la matriarca emitía un estruendo grave de advertencia que helaba al personal.
La cinta de seguridad ondeaba al viento mientras los cuidadores e ingenieros se agolpaban cerca del recinto susurrando teorías. ¿Era miedo? ¿Enfermedad? ¿Agresión? Nadie podía explicar por qué unos gigantes mansos que rara vez entraban en pánico actuaban ahora como soldados fortificando un campo de batalla. Y lo más inquietante era sencillo: los elefantes no dejaban que nadie se acercara a ese rincón.