La tormenta arreciaba. La carretera se estrechaba hasta convertirse en un túnel de agua. Cuando llegó a la granja, al final de la ruta, las cunetas estaban desbordadas y la calzada era un arroyo poco profundo. Aparcó bajo un árbol, cogió el paquete de la parte trasera y corrió hacia el porche.
Una mujer abrió la puerta antes de que pudiera llamar. Era de mediana edad, con el delantal húmedo y el pelo recogido con prisa. «¿Lo has conseguido?», dijo, firmando el recibo con un rápido garabato. «Lleva lloviendo a cántaros desde el mediodía»