Se le encogió el corazón. Era la cría de alce blanco: pequeña, temblorosa, con el pelaje manchado de suciedad. Una tosca jaula de metal lo sujetaba. La fosa olía a miedo y a sedantes químicos. Alrededor de la cría había otros alces atrapados, con los ojos muy abiertos por el terror y el dolor.
Abrumado, Wade se esforzó por liberar el cepo más cercano, con las manos resbaladizas de sudor. Pero el mecanismo era robusto, cerrojos diseñados para la fuerza bruta. El alce dejó escapar un gemido gutural y se acercó cojeando. Su mirada oscilaba entre la fosa y Wade. Wade sintió su desesperación como una fuerza física.