El veterinario enumeró los porcentajes de supervivencia, ninguno de ellos esperanzador. Algunos argumentaban que debían intentar criar a los cachorros a mano; otros decían que los cachorros ya estaban perdidos. Ethan lo vivió todo sentado, callado pero inquieto, con la misma idea en la cabeza: Tenía que haber otra manera. Esa noche hizo el primer turno en la guardería. Los cachorros eran pequeños, ciegos, sus gritos delgados como el papel.
Se retorcían bajo las lámparas de calor, con la boca buscando a ciegas. Cada dos horas, Ethan calentaba biberones e intentaba convencerlos de que se alimentaran. Algunos succionaban débilmente, otros se negaban. El miedo se le revolvía en el estómago con cada onza que no bebían. Desde el pasillo llegó un suave rasguño de garras. Bella. Estaba sentada frente al cristal, con la nariz pegada a él y la cola agachada.