Tina aminoró la marcha y bajó la ventanilla hasta la mitad. El perro levantó la cabeza al oír el ruido, agachó las orejas y emitió un gruñido gutural. Luego, con la misma rapidez, el sonido se convirtió en un quejido, largo y tembloroso, como si no pudiera decidirse entre la advertencia y la súplica.
Se le revolvió el estómago. No parecía algo fortuito. No se había movido ni se había alejado. Durante todo el día, el animal debía de haber permanecido agazapado sobre aquel bulto como un centinela. Apagó el motor y se quedó allí sentada, con el corazón latiéndole con fuerza, sin querer admitir lo que le gritaban sus instintos.