Incluso se sorprendió a sí misma ensayando excusas -llego tarde porque he ido a por un perro-, pero descartó la idea. La lógica insistía en que había exagerado. La criatura tenía comida en alguna parte, una rutina, tal vez un dueño cerca. No había motivo para preocuparse por un animal harapiento en su trayecto al trabajo.
Sin embargo, un malestar sin nombre se aferraba obstinadamente. La forma en que había levantado la cabeza cuando ella pasó, con los ojos vidriosos de desafío y súplica, la inquietó más de lo que quería admitir. Los perros no miraban así la basura. Los perros miraban así cuando algo valioso estaba en juego.