Su aliento se empañó en el aire frío, cada exhalación temblorosa. No podía apartar la mirada, no podía obligarse a volver al coche. Todo su mundo se había reducido a aquella zanja, el perro, la manta y el insoportable suspense de no saber.
Cada segundo le corroía los nervios. Se movía de un lado a otro, con el teléfono en la mano como un salvavidas. ¿Dónde estaban? ¿Por qué tardaban tanto? Tragó saliva, con los ojos pegados a la manta temblorosa, segura de que el tiempo se acababa.