Aquella mañana, Tina había tomado el mismo camino de siempre, con la taza de café en una mano y la bolsa tirándole del hombro. La carretera estaba en silencio, salvo por una sola silueta en la cuneta: un perro desaliñado encorvado sobre algo oscuro.
Al principio, apenas lo percibió. Los perros vagabundos no eran infrecuentes, pero éste tenía un aspecto andrajoso, le faltaban trozos de pelo y se le veían las costillas. Estaba acurrucado alrededor de una manta, con el hocico hundido, como si ocultara algo o tratara desesperadamente de calentarse.