Aquella noche, Elise notó que Sombra se movía con más frenesí. Sus ojos dorados se desviaban hacia el bosque y sus orejas se agitaban con cada sonido. Se dio cuenta de que la cabaña ya no podía contenerlo. Necesitaba espacio, un mundo más allá de sus frágiles vallas. Sin embargo, dejarle marchar significaba renunciar al vínculo que no podía imaginar perder.
Durante una noche de tormenta, se fue la luz. Elise encendió las velas, cuyas llamas temblaban con la corriente. La puerta sonó de repente, como si la presionaran desde fuera. Antes de que se moviera, Sombra saltó, con los músculos tensos y los labios curvados para mostrar unos dientes afilados. Se oyó un relámpago y Elise vislumbró una figura sombría que huía entre los árboles.