Una noche, las fauces de Sombra se cerraron sobre un gorrión en pleno vuelo en el jardín, antes de que ella pudiera intervenir. El crujido resonó, dejando a Elise pálida. Enterró los restos y tembló cuando los ojos dorados se clavaron en ella. No era sólo hambre, era instinto, ineludible y salvaje. Elise apretó las palmas de las manos y susurró: «Sigues siendo mía. No te enviaré a un zoo»
A menudo encontraba a Sombra mirando el bosque por la ventana, con la cola agitándose rítmicamente. Anhelaba algo que ella nunca podría darle: un horizonte, una cacería, un territorio lo bastante vasto para corresponder a su espíritu. Elise susurró: «Tú me perteneces», pero incluso mientras hablaba dudaba de que fuera cierto.