Llegó al borde del césped, jadeando, con el pecho apretado. Bajo la luz amarilla de una farola, lo vio: un enorme árbol solitario en medio de la hierba, con las ramas arqueadas como un paraguas. Las hojas brillaban débilmente a la luz. Tenía que ser él.
Se detuvo cerca de la base, escudriñando el suelo, los arbustos cercanos, cualquier cosa que pudiera contener un rastro de ella. «Lola», susurró al principio, acercándose. Pero nada. La noche sólo respondía con el viento y el susurro de las ramas. Se le encogió el corazón. «¡Lola!», volvió a gritar, esta vez más fuerte. Todavía nada.