Entonces llegó la voz, temblorosa pero segura: «¡Es él! El conejito está aquí arriba, ¡está bien!» Un grito ahogado recorrió a Samantha. Se tambaleó hacia delante, con los ojos llenos de lágrimas. Encima del cobertizo, la forma blanca de Pablo se movía, manoseando alegremente las ramitas del nido, completamente ajeno al pánico que había causado.
Casi se le doblan las rodillas. Durante un largo segundo no pudo moverse, sólo mirar, aturdida y temblorosa. En contra de todas las advertencias y todos los comentarios comprensivos, había seguido buscando. La gente le decía que era inútil, que la naturaleza había seguido su curso. Pero ahora, aquí estaba. Ileso. Completo. Y seguía siendo suyo.