Las lágrimas brotaron en oleadas, profundas, guturales, imparables. La niebla se pegaba a su piel, pero los escalofríos no eran debidos al frío. Su mente giraba a través de recuerdos dolorosos: su antiguo apartamento en Nueva York, el silencio tras el divorcio, los largos días que pasó reconstruyendo y ahora esto, perder a Pablo, su último hilo de paz.
La culpa la golpeó como un martillo. Si se hubiera quedado más cerca. Si no hubiera estado tomando café en lugar de observarle. Si se hubiera fijado en el águila y hubiera metido a Pablo dentro a tiempo. Cada detalle se convertía en un lamento más, que se apilaba sobre sus hombros hasta que apenas podía respirar por su peso.