Con la primera llave guardada a buen recaudo en el bolsillo de la chaqueta, fue tras las bolsas restantes con la concentración de quien desvela un secreto. El polvo se arremolinaba, las telarañas se pegaban a sus mangas y los cristales rotos del vino derramado crujían bajo sus botas.
Una bolsa tras otra revelaban más rarezas. Algunas cosas parecían deliberadas: un diario lleno de anotaciones de puño y letra de su padre, la mayoría fechadas hacía décadas. Otras eran mundanas: platos rotos, un kit de afeitado a medio usar, periódicos mohosos.