Aprendieron los ritmos del vecindario: qué familias iban en bicicleta los fines de semana, qué niños tocaban el timbre vendiendo galletas y qué jubilados hacían la corte en sus porches todas las tardes. Todo en aquel lugar les parecía estable y fiable, un ancla que no sabían que necesitaban tanto, sobre todo cuando se dieron cuenta de que no podían tener hijos.
El patio trasero, que antes era una pizarra en blanco, se convirtió en una extensión de sus vidas. Las estacas de jardín se multiplicaron, el cobertizo recibió una nueva mano de pintura y las tardes a menudo terminaban con ellos bebiendo vino en el patio. Lo único que nunca encajaba era el bulto silencioso cerca del cobertizo, algo que su perro, Jasper, siempre evitaba